Chile no merece esperar otra emergencia para que sus instituciones se hagan cargo de tareas pendientes en el sistema de protección civil, la priorización de la infraestructura crítica, la modernización escalonada de dicha infraestructura o la necesaria redundancia de esta en puntos estratégicos y de alta vulnerabilidad.
Por Mahmud Aleuy, ex subsecretario del Interior
Los desastres naturales tienen una característica fundamental, son impredecibles. En el período 2014-2017 Chile padeció 13 de los 27 desastres naturales de mayor magnitud ocurridos en los últimos cincuenta años. Es decir, en solo cuatro años se concentró casi la mitad de estos episodios: los terremotos de Iquique, Coquimbo y Chiloé, las erupciones volcánicas, los aluviones de Atacama, los incendios forestales de la zona central, los siniestros en Valparaíso -que arrasaron con poblaciones completas- y la sequía que golpeó a casi todo el territorio nacional, fueron manifestaciones concretas de que este tipo de fenómenos serán cada vez más frecuentes y con efectos más severos.
La institucionalidad pública, articulada por la ONEMI, permitió abordar adecuadamente las últimas contingencias, priorizando ante todo el resguardo de la vida de las personas, sus viviendas, bienes, animales y la infraestructura crítica. Otros organismos, como el Consejo para la Innovación y la Competitividad (CNID), aportaron desde el ámbito académico y científico con recomendaciones orientadas a la investigación, desarrollo y la resiliencia ante los desastres naturales. A su vez, el sector privado hizo lo propio, incorporando nuevas tecnologías, estándares constructivos sofisticados, añadiendo progresivamente la variable de prevención y mitigación.
Sin embargo, y pese a todo, persisten deficiencias estructurales que inciden directamente en la capacidad de nuestro país para prevenir y reponerse de los efectos ocasionados por los desastres porque no existen instituciones virtuosas que puedan enfrentar por sí solas estos fenómenos, ni tampoco países que logren resolver situaciones de este tipo sin cooperación internacional. Ya está claro que las catástrofes son globales y sus soluciones son interinstitucionales.
La instalación de asentamientos humanos en zonas de riesgo sin las mitigaciones necesarias o la habilitación de infraestructura habitacional en áreas de exclusión, desnudan la precariedad de los instrumentos de planificación territorial. Y las consecuencias de estas carencias son conocidas: el mega incendio de 2017 arrasó con poblados completos y el tsunami que sucedió al terremoto en la Cuarta Región tuvo efectos devastadores en viviendas ubicadas en el borde costero.
A lo largo de nuestra historia, las grandes transformaciones regulatorias en materia de urbanismo y construcción fueron aprobadas luego alguna calamidad natural. Chile no merece esperar otra emergencia para que sus instituciones se hagan cargo de tareas pendientes en el sistema de protección civil, donde el gobierno, la academia, las comunidades, empresas y gremios empresariales tienen el conocimiento y los recursos para hacerlo. Son estas, en conjunto, las que mejor pueden establecer, por ejemplo, la priorización de la infraestructura crítica, la modernización escalonada de dicha infraestructura o la necesaria redundancia de esta en puntos estratégicos y de alta vulnerabilidad.
Afrontar los desafíos en materia de emergencias y desastres requiere que la institucionalidad pública, el sector privado y la sociedad civil converjan en un objetivo: un país más seguro y mejor preparado. Transitar hacia ese destino demanda contar con la voluntad de personas, instituciones y empresas que instalen la perspectiva de ponerse al servicio del bien común. Aún estamos a tiempo.
Edición N°179, Junio 2018